La IA y el fin del empleo. Riesgos y oportunidades de una revolución en marcha
Daniel Suskind, Kai-Fu Lee y Martin Hägglund aportan perspectivas para evitar efectos indeseados de la inteligencia artificial y volverla una aliada de la humanidad
LA NACIÓN, 16 de noviembre de 2024.- En SuperFreakonomics, Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner relatan la historia de cómo ciudades como Nueva York y Londres lograron evitar ser sepultadas por desechos equinos. En el siglo XIX, Nueva York albergaba miles de caballos que se usaban como transporte de personas y de cargas, y que generaban toneladas de materia fecal que se acumulaban en la calle, con su mal olor y el riesgo de enfermedades. No parecía haber solución a la vista. En 1898, la ciudad fue anfitriona de la primera conferencia internacional sobre planificación urbana, donde este problema fue centro de debate. Desconcertados, los participantes, que planeaban reunirse por más de una semana, terminaron suspendiendo el evento al tercer día.
La salvación vino por el lado del avance tecnológico. El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein alguna vez escribió que la resolución de un problema radica en vivir de tal manera que aquel desaparece. No se resuelve, simplemente se disuelve con el cambio de vida, deja de existir. Eso fue precisamente lo que ocurrió gracias al desarrollo del motor de combustión interna. En 1912, los automóviles habían superado en número a los caballos en Nueva York, y en 1917 el último tranvía tirado por caballos realizó su viaje final. Los temores sobre una ciudad ahogada en desechos equinos resultaron infundados.
Para los autores de SuperFreakonomics la moraleja es que hay que confiar en nuestra capacidad de innovación y en las bondades del desarrollo tecnológico. No encontrar hoy una solución a un problema no significa que no exista.
Sin embargo, esta vez la situación podría ser diferente. ¿Qué sucede si la tecnología ya no es la solución, sino el problema? ¿Qué hacemos si la inteligencia artificial realmente termina con el trabajo tal como lo conocemos hoy? Para entender los posibles caminos y dilemas de un mundo post-empleo, exploraré las visiones de tres figuras –Daniel Susskind, Kai-Fu Lee y Martin Hägglund–, quienes, desde perspectivas distintas, analizan el rol del trabajo en nuestra identidad y el impacto de un mundo cada vez más automatizado.
El problema de la solidaridad
Para Daniel Susskind, el verdadero desafío de un mundo sin empleo no es solo el impacto económico, sino la amenaza que representa para la solidaridad en la sociedad. En su libro Un mundo sin trabajo. Tecnología, automatización y cómo deberíamos responder, Susskind argumenta que con la desaparición del trabajo corremos el riesgo de perder una base fundamental de cohesión social: la percepción de que todos contribuyen al bienestar común. El trabajo no solo proporciona ingresos; también es un vínculo social, una manera en que las personas sienten que están “haciendo su parte”. Sin esta participación, la idea de que estamos todos en el mismo barco podría desvanecerse.
Toma como punto de partida las ideas del premio Nobel de economía Wassily Leontief para ofrecer una visión menos optimista sobre la innovación tecnológica. Leontief vio como una nueva tecnología, el motor de combustión, que dio lugar a los coches, hizo que un animal que durante siglos había estado en el centro de la vida económica se volviera obsoleto. En su visión, el progreso tecnológico seguiría un camino similar con los seres humanos: las computadoras y los robots terminarían desplazándonos, tal como los autos lo hicieron con los caballos.
Susskind distingue entre dos efectos clave de la tecnología: el efecto de sustitución y el de complementariedad. El efecto de sustitución ocurre cuando la tecnología reemplaza directamente el trabajo humano, como cuando los cajeros automáticos sustituyen a los cajeros de supermercado. Por otro lado, el efecto de complementariedad ocurre cuando la tecnología mejora la productividad de los trabajadores, como el software de diseño gráfico que potencia la capacidad de los diseñadores. Sin embargo, advierte que en la era de la inteligencia artificial, el efecto de sustitución podría predominar, ya que las máquinas no solo realizarán tareas rutinarias, sino también trabajos cognitivos complejos. Incluso las nuevos empleos o tareas creadas por la tecnología serían realizadas por ella misma. Esto llevaría a un desempleo estructural a gran escala, donde el mercado laboral no podría adaptarse a la velocidad de los avances tecnológicos.
Para Susskind, el fin del empleo no implica necesariamente una pérdida de sentido individual –resalta que, en Estados Unidos, cerca del 70% de los trabajadores no están comprometidos con su trabajo y solo el 50% encuentra en él un sentido de identidad– pero sí plantea un riesgo grave para el sentido de pertenencia colectiva. Por eso, aboga por un Estado redistributivo y un ingreso básico universal (IBU) condicional, que permita enfrentar lo que él llama “el problema de la contribución”, es decir, cómo mantener la percepción de que todos están aportando al bien común. El reto, según Susskind, es encontrar actividades que las personas consideren valiosas y socialmente importantes, aunque no reciban un salario tradicional, para evitar que el tejido social se desintegre. En una sociedad donde el trabajo desaparece, debemos repensar qué tipo de actividades no necesariamente económicas o productivas pueden sostener ese sentido de solidaridad. Cuanto mayor tu contribución a esas tareas, mayor también tu IBU condicional.
El mundo de la empatía
Kai-Fu Lee, doctor en Ciencias de la Computación por la Universidad de Carnegie Mellon, creador del primer programa de reconocimiento de voz para Apple en 1992, primer presidente de Google China y un referente clave en inteligencia artificial, confiesa que vivió gran parte de su vida adulta como si fuera un algoritmo humano, optimizando cada aspecto de su existencia para maximizar productividad. En su libro Superpotencias de IA: China, Silicon Valley y el nuevo orden mundial, narra cómo, durante el parto complicado de su primera hija, en lugar de centrarse en el momento, no podía dejar de preocuparse por una reunión importante con su jefe. De haber tenido que enfrentarse a la disyuntiva de estar presente o acudir a la reunión, admite que habría elegido lo segundo. Así era su vida: priorizar su influencia profesional sobre cualquier otra cosa, incluyendo las relaciones más cercanas, a las que solo dedicaba lo justo para evitar reproches antes de volver a sumergirse en el trabajo.
Este enfoque de la vida, para Lee, refleja el riesgo más profundo que plantea la inteligencia artificial: no solo la inevitable división económica entre las élites tecnológicas y una clase “inservible” incapaz de generar valor económico, sino también una desconexión humana a escala íntima. La verdadera crisis que traerá la IA no será solo económica o política, sino además personal y existencial, ya que el trabajo, más allá de ser un medio de subsistencia –y a diferencia de lo que piensa Susskind– representa para Lee una fuente de identidad y propósito. A medida que millones de personas vean cómo las máquinas realizan con facilidad las tareas que ellos perfeccionaron a lo largo de una vida, surge la pregunta clave: si las máquinas pueden hacer lo que hacemos, ¿qué nos hace humanos?
Un diagnóstico de cáncer en etapa cuatro le abrió los ojos a una respuesta. Descubrió que lo que realmente lo ayudó en su recuperación no fueron solo los avances en la medicina, sino también el amor y el cuidado de su familia y la empatía de los médicos y enfermeras. Esta experiencia lo llevó a la convicción de que la verdadera esencia humana no se encuentra en la productividad, sino en las conexiones que forjamos a través del amor y la empatía. Lee concluye que no debemos vivir como algoritmos, sino redoblar nuestros esfuerzos en aquello que nos distingue de las máquinas: el amor. Lo que inicialmente parecía una amenaza –el fin del trabajo– puede transformarse en una oportunidad para reconectar con lo que realmente importa.
Desde esta perspectiva, el ingreso básico universal (IBU) que se propone como solución a los desplazamientos laborales por la IA es insuficiente. Para Lee, es apenas un paliativo que busca calmar el dolor de los excluidos por la tecnología y aliviar la culpa de quienes la impulsan. Lo que realmente se necesita es un nuevo contrato social que valore y recompense no solo el trabajo económicamente productivo, sino también aquellas actividades que nutren a la sociedad: el cuidado, la educación, el voluntariado. En la atención a un anciano o enfermo, en la rehabilitación de personas con discapacidades o problemas de adicción, en el acompañamiento a comunidades vulnerables y la protección del medio ambiente, en los trabajos de empatía y compasión reside no solo el futuro del empleo, sino también la reconstrucción de la sociedad y la recuperación de nuestra humanidad.
Nuestra mortalidad
En Esta vida. Fe secular y libertad espiritual, el filósofo sueco Martin Hägglund argumenta que la pregunta central que todo ser humano debe responder es la de qué hacer con su tiempo. La pregunta es urgente, ya que nos acecha la muerte, somos seres mortales con una porción de tiempo limitado e indeterminado. Precisamente, la conciencia de que tenemos “una sola vida para vivir” debería regir nuestra relación con el trabajo en una sociedad permeada por esa realidad.
Hägglund divide la vida humana en dos esferas distintas pero entrelazadas: el “ámbito de la necesidad” y el “ámbito de la libertad”. El primero abarca el trabajo necesario para satisfacer las necesidades básicas –como el alimento y el refugio–, mientras que el segundo representa aquellas actividades que elegimos libremente, actividades que reflejan nuestros valores, creatividad y deseos de autorrealización. Es en este ámbito de la libertad, dice Hägglund, donde reside la verdadera esencia humana. Es ahí donde somos distintos a otros animales. Sin embargo, en el sistema capitalista actual, el ámbito de la necesidad suele dominar la vida de las personas, forzándolas a invertir tiempo y energía en trabajos de poca satisfacción. Como consecuencia, la libertad se convierte en un lujo que solo algunos pueden permitirse.
Esto contradice la realidad de que es nuestra mortalidad lo que otorga sentido a nuestras elecciones y compromisos. Al ser nuestro tiempo finito, necesitamos usarlo en lo que realmente importa. Esa finitud, la misma que llevó a Lee a revalorar su vida, debería motivarnos a reestructurar nuestras prioridades sociales y económicas para permitir que cada persona lleve una vida plena y significativa. Si el tiempo limitado es lo único que verdaderamente poseemos, entonces la principal riqueza, tanto individual como social, es contar con tiempo libre, fuera de la esfera de la necesidad, que podamos dedicar a lo que realmente deseamos.
Esto requiere, sin duda, repensar profundamente cómo evaluamos el “peligro” de la pérdida de empleo debido a la adopción de la IA. Ya no se trata únicamente de desempleo, una interpretación negativa que asume que el trabajo capitalista es la medida de valor, sino de ver esta transición como una oportunidad para expandir la esfera de la libertad. Para Hägglund, el verdadero propósito de la tecnología es abrir posibilidades para que cada persona pueda dedicarse a lo que considera valioso. Por lo tanto, las políticas públicas no deberían enfocarse en reentrenar a los trabajadores o generar empleo, sino en crear un sistema donde las necesidades básicas estén cubiertas y todos podamos disponer de nuestro tiempo libremente.
En La canción de amor de J. Alfred Prufrock, de T.S. Eliot, el protagonista se lamenta: “He medido mi vida con cucharitas de café”. El auge de la IA y la automatización nos obliga a considerar si la tecnología fragmentará aún más nuestra existencia en unidades cada vez más pequeñas de tiempo laboral, o si puede abrir un espacio para una relación más profunda y significativa con la vida. ¿Seguiremos midiendo nuestras vidas con cucharitas de café o encontraremos nuevas formas de habitar el tiempo?
Por Iván Petrella, director de Cultura y Ciencia en la Fundación Bunge y Born.
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