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De excursión con Beatriz Aguirre-Urreta

Retrato del Cretácico en unas cuantas caracolas. La paleontóloga argentina, ganadora del premio a la ciencia Bunge y Born, comparte secretos de los amonites. 



María Beatriz Aguirre-Urreta recibió el Premio Fundacion Bunge y Born 2016. La científica paleontóloga Argentina que estudia a los amonites. Foto. Maxi Failla - FTP CLARIN

CLARIN / REVISTA Ñ - 2 de enero de 2017 - Los amonites son unos moluscos con aspecto de caracol, parientes de los calamares y los pulpos, que se extinguieron a fines del Cretácico, en el mismo momento y debido al mismo evento que borró de la faz de la tierra a los dinosaurios, hace 65 millones de años. Al estudio de estos seres marinos dedicó toda su vida la paleontóloga Beatriz Aguirre-Urreta, el primer latinoamericano y la primera mujer en alcanzar el título de Miembro Honorario Vitalicio de la Sociedad Geológica de Londres y galardonada en 2016 con el premio Bunge y Born a las Ciencias, uno de los más prestigiosos de la región desde su aparición, en 1964, obtenidos por Luis Federico Leloir, Alfredo Lanari y Alfredo Pavlovsky. En otras palabras, es una de las contadísimas referentes latinoamericanas de su materia. Colabora para ello el hecho de que los restos de amonites que se encuentran en la cuenca Neuquina-Aconcagüina, al pie de los Andes –junto a otros organismos que habitaron el Cretácico–, son únicos en nuestro país por su variedad y cantidad y representan uno de los registros más completos del hemisferio sur.


De mirada serena y hablar pausado, ella supo confiar en los frutos del trabajo. Ha puesto tanto empeño en la investigación y producción de conocimiento como en su transmisión, a través de la docencia y la formación de nuevos investigadores. De hecho, fue una de las responsables de la creación de la Licenciatura en Paleontología de la UBA, una disciplina que no sólo elabora conjeturas sobre la prehistoria sino que tiene algunas importantes aplicaciones prácticas. De hecho, ella ha sido durante años consultora de petroleras en diversos yacimientos: los amonites son indicios temporales del sustrato y la piedra.


Quien haya viajado por Bolivia habrá visto la notable cantidad de manteros que venden amonites cortados en mitades. Cuestan 10 dólares y muchos son falsos pero les permiten recitar la historia –y recitarse el ensueño– de un altiplano cubierto por el mar. Bello, agraciado al tacto y de todos los tamaños, los amonites habitaban donde hoy se alza la cordillera de los Andes, ya que allí mismo, hace unos 40 millones de años, llegaba el Pacífico. Su genealogía científica es ilustre. Los primeros registros de amonites en la Argentina los hizo Charles Darwin en 1835, en el mismo viaje de cinco años en el que recorrió el mundo a bordo de la goleta Beagle, al mando del almirante y explorador FitzRoy. La Beagle circunvalaba el globo con una misión de estudios oceanográficos, cartográficos y de investigación biológica. Había zarpado de Inglaterra, pasado ya por Canarias, costeado América del Sur por el Atlántico, atravesado el Beagle, que así fue bautizado precisamente por esta expedición, y llegado a Valparaíso, Chile. Inmediatamente, un equipo se aventuró por la cordillera hacia Mendoza, pasando justo por donde, dieciocho años antes, había cruzado San Martín al frente de su ejército.


Para la paleontóloga, que pasó cada verano de sus más de 30 años de carrera investigando estos caparazones petrificados con el diario personal de Darwin como brújula, ese es “el lugar más bello de nuestro país”.


–¿Cómo era un amonite vivo?


–Muy parecido a este –responde Aguirre-Urreta mientras toma en sus manos la concha que perteneció a un nautilus, un primo lejano que convivió con los amonites pero que sobrevivió hasta hoy. Ambos eran cefalópodos, es decir, seres con los pies en la cabeza. Porque los tentáculos no son otra cosa que pies modificados.


–¿Por qué el nautilus sí sobrevivió a la gran extinción?


–No lo sabemos. Ellos viven en el Indopacífico, pero quedan pocos porque los pescan para utilizarlos como adorno, pobrecitos. Si uno pudiese viajar en el tiempo y bucear en el Cretácico, vería miles de estos bichitos, además de los plesiosaurios, unos reptiles parecidos a los tiburones.


–Pero usted “bucea” hoy en la cordillera, a 4500 metros sobre el nivel del mar…


–Claro, nosotros trabajamos en la cordillera, que es mucho más joven que estos organismos: los Andes tienen unos 40 millones de años, no 130 millones de años, como los amonites. El océano bañaba lo que hoy es Mendoza, Neuquén, el oeste de la Pampa, Río Negro y parte de San Juan. Cuando se levantan esas montañas, el mar se retira y los organismos que estaban petrificados en el fondo del mar quedan expuestos. En la Antártida existen algunos muy bien conservados.


–Los amonites hablan tanto de ellos mismos como de las cordilleras…


–En realidad, nos dicen que allí no había montaña sino un mar. Pero eso que me preguntás es lo mismo que se preguntó Darwin en 1835: ¿cuánto tiempo tiene que haber pasado para que esos organismos marinos que él encontró en Mendoza llegaran a la superficie y después se elevaran a 4 mil metros sobre el nivel del mar?


–¿Y cuál fue su respuesta?


–En el siglo XIX se discutía cuánto tiempo tenía la Tierra. Para cualquier persona, hablar de 4500 millones de años resulta espantoso. En aquella época, la gente influenciada por la religión decía que Dios había creado la Tierra. Algunos incluso hablaban de fechas precisas, otros hablaban de 10 mil años. Pero a Darwin esto no le cerraba: la magnitud del tiempo fue una de las cosas que Darwin advirtió caminando por nuestras cordilleras.


–¿Cuánto tiempo estuvo en la Argentina?


–Estuvo casi tres años, primero fue a Bahía Blanca, pasó por la Patagonia, dio toda la vuelta, cruzó la cordillera y volvió. Su Diario del Beagle cuenta lo que hizo y vio día por día con minuciosidad. Si caminás por allí con su diario en la mano, sabés exactamente por dónde pasó, porque el paisaje está igual.


Se suele identificar a este gran biólogo del siglo XIX con lo que dio en llamarse “darwinismo social”, que traducido políticamente sería un pensamiento conservador que justifica la supervivencia del más apto. “Sí –replica la paleontóloga–: también para los creacionistas estadounidenses Darwin es un hereje y el mundo sigue teniendo 6 mil años; pero lo cierto es que Darwin cambió la forma de pensar de la civilización occidental”.


–¿Todavía hay conflictos cuando se afirma que el mundo tiene 3500 millones de años o que el hombre tiene más de 200 mil años?


–En la Argentina, poco. Pero en el “mundo civilizado” del Norte, aunque parezca mentira, todavía hay naciones en las que no se enseña la Teoría de la Evolución de las Especies. Lo cual habla del gran número de creacionistas. También están los que creen en el “diseño inteligente”: que todo lo que pasa en el mundo responde a una inteligencia superior, no al azar, que es lo que en realidad gobierna las mutaciones. No soy una persona religiosa, pero tengo entendido que el catolicismo es bastante más amplio sobre estas cuestiones.


–¿Qué se le puede preguntar a la historia de hace 65 o 140 millones de años?


–Nosotros, los hombres, somos lo que somos por una serie de casualidades enormes. Tenemos unos 200 mil años, que para un geólogo es nada. Por eso cuando me preguntan si es posible que haya vida en otro planeta, respondo que puede ser, pero que probablemente no será nada parecido a lo que conocemos –cabezas, patas, dedos– porque la serie de accidentes producidos al azar a lo largo de tres mil millones de años de evolución son únicos y no se pueden replicar. Además, en ese tiempo se produjeron varios episodios donde el reloj quedó casi en cero y hubo que comenzar de nuevo. Hace 250 millones de años hubo un evento en el que se extinguieron el 92 % de las especies del mundo. Si no hubiese sido por ese 8 % que sobrevivió, poníamos el reloj a cero y había que empezar de nuevo por las bacterias, los organismos microscópicos, etcétera, y no estaríamos acá.


Pero hay algo mucho más tangible, material, que tiene para decirnos el saber paleontológico sobre nuestro presente. Si bien la investigadora Aguirre-Urreta se declara profundamente ofuscada con el mundo occidental –“En Siria, en Yemen, en Egipto, en Camboya, la gente y los niños son bombardeados por tres barriles de petróleo”, dice con pesar– sus investigaciones la convirtieron en piedra de toque de la industria petrolera. Y sus amonites terminaron por inmiscuirse, a su pesar, en muchos de los órdenes más sensibles de la vida. Recientemente, con la política y la economía, dado que esos fósiles nos dicen mucho sobre dónde podrían encontrarse reservas de petróleo productivas.


“Yo colaboro desde el punto de vista del conocimiento a cosas que pueden ser útiles –aclara–: ahora, si hay gente que para obtener petróleo es capaz de tirar una bomba, ya no tengo nada que ver”. Lo cierto es que la fundación Bunge y Born premió a la paleontóloga, además de por sus méritos en la investigación y en la docencia, porque “sus trabajos tienen aplicación directa sobre la exploración de nuevos yacimientos de petróleo en las Cuencas Austral y Neuquina”. Sus investigaciones más importantes fueron hechas en la región petrolera de lo que hoy se conoce como Vaca Muerta. Sus hallazgos hablan tanto de los amonites como de la edad de las piedras y de los estratos de la Tierra: son fundamentales para determinar la posible existencia de petróleo.


–¿Cuáles fueron los desarrollos tecnológicos que más aportaron a la paleontología?


–Ninguno.


–¿Y cómo determina la edad que tienen las piedras donde se encuentran los amonites?


–Por mis treinta años de experiencia: a ojo.


–¿No hay ningún recurso tecnológico que haya modificado su práctica ni que ayude en la datación?


–No. Excepto en materia de digitalización de la imagen.

A pesar de su conciencia respecto de la conflictividad que origina la lucha por el petróleo, la investigadora defiende la aplicación social del conocimiento científico: “Si querés tener un auto, una máquina de fotos o un celular, hay cosas que no podemos soslayar, como la industria del petróleo o la minería. Salvo que queramos volver a los Neandertal. No podés tener el doble discurso de tomar mate con un termo de aluminio y estar en contra de la minería”, replica esta admiradora del pacifismo de Nelson Mandela, cuyo retrato ocupa en su oficina el lugar que suele estar reservado a la foto de los hijos.


–Lo que se objeta son ciertas maneras de ejercer la minería...


–Bueno, el problema es cómo se hace, no el fin.


–¿Por qué se volvió tan crucial Vaca Muerta, si desde principios del siglo XX se sabía que era una formación de reserva de petróleo?


–Porque hasta hace poco, el único petróleo que valía la pena extraer era el que migraba y se acumulaba en trampas. Lo que llamamos hidrocarburos convencionales. Ahora bien: en los microporos de esta roca también hay petróleo en pequeñas gotitas. Extraerlo es más complicado, porque hay que someter la roca a un proceso técnico, la fracturación hidráulica o fracking, que es como exprimirla o romperla en pedacitos, e inyectarle agua mezclada con químicos para extraer el petróleo. Es un proceso mucho más caro. Cuando aumentó el valor del petróleo, empezó a valer la pena.


–¿Allí comenzó a tallar Vaca Muerta como una reserva?


–Claro, porque tenés una extensión de cientos de miles de kilómetros cuadrados de superficie, con una materia prima muy espesa que, encima, no está a mucha profundidad: se encuentra a entre 1300 y 2000 metros. Además de tratarse de cuencas muy grandes y muy espesas, cuenta con una gran factibilidad para su extracción ya que en Neuquén hay poca población residente y tenés ríos como el Limay y el Neuquén, que van al océano. Por eso es muy factible que se vaya a explotar si aumenta el precio del petróleo.


–Según entiendo, los amonites son importantes para determinar qué edad tienen las piedras. ¿La consultan las empresas petroleras para eso?


–Ahora ya no, porque la parte exploratoria en Vaca Muerta está terminada. Pero asistí técnicamente a Chevron, Shell, Total. Y lo hice legalmente, lo puedo cobrar como parte de mi trabajo.


–Usted también trabaja en el Conicet.


–Sí. Siempre supe que era una carrera vocacional. Nos pagan por hacer lo que queremos. Esto, siempre que puedas vivir dignamente. Hubo un momento en que cobraba el equivalente a 48 dólares, y el entonces ministro Domingo Cavallo, que cobraba diez mil dólares, nos mandaba a lavar los platos.


–¿Cómo ve el rumbo de la política en ciencia de la Argentina?


–No soy peronista, pero debo reconocer que el único momento de mi carrera en que sentí que existíamos fue con el gobierno anterior. Parte del gabinete eran investigadores del Conicet, como Daniel Filmus; entendía de qué se trataba.


–Aunque Lino Barañao, el ministro de Ciencia y Técnica, es el único que continuó en su cargo desde el gobierno anterior...


–Sí, pero dentro de un contexto muy distinto. Ahora tenemos una Ley de Mecenazgo, a partir de la cual muchas grandes compañías van a dejar de aportar tributariamente para pasar a esponsorear algunas actividades. Pero hay cosas que tiene que hacer el Estado. Tenemos una ley nacional de Protección del Patrimonio, hay que ponerla en práctica. Si este amonite se pierde, se rompe o se lo roban, no hay cómo recuperarlo: es único. Por eso hay que poner recursos para preservarlo. Aun cuando la utilidad inmediata no sea evidente. Durante 30 años me preguntaron para qué servía lo que investigaba. Ahora, con el petróleo, se dieron cuenta de que servía de mucho.


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